viernes, octubre 21, 2005

Recuerdos de la UPLA Parte III. Administración e Infraestructura




En la UPLA reinaba el caos, había tantos grupos de poder: Izquierda, Opus Dei, Pinochetistas, DC, entrados por la ventana - que eran la mayoría -, etc que la consigna entre ellos para no matarse y seguir vivos era “No te metas conmigo y yo no me meto contigo”. Eso generaba un estado de cosas en que los profesores hacían las clases de lo que se le antojaba o simplemente no la hacían, los funcionarios se mandaban solos, las secretarias se pasaban pintando las uñas, peinando y maquillándose, los administrativos no tenían jefes, o sea nadie mejoraba nada, nada funcionaba como debía y cada uno hacia lo que quería. Este inoperante clima administrativo generaba una suerte de pintorescos actos, medidas y decisiones inconexas que merecen ser contadas.


Hoja de Ruta

Todo trámite administrativo era una verdadera odisea, matricularse demoraba alrededor de 7 días, inscribir ramos 5 , pedir carné escolar 3 meses, homologar un ramo 2 meses, y ni que hablar de mis pobres compañeros que pedían crédito fiscal, los tenían parados semanas en el subterráneo del edificio casi siempre sin almorzar para no perder su turno, esperando por una bruja asistente social que los humillaba por querer estudiar. Pero no era sólo un problema de tiempos era en verdad una cuestión de estupidez. Voy a dar un ejemplo y tómese nota que yo representaba a la burguesía de la Universidad o sea el 5% que nunca pedimos crédito y teníamos nuestras cuentas al día. Para matricularnos debíamos ir a la oficina de finanzas a que nos dieran el “vale de acreditación” documento que confirmaba si el alumno tenía deuda de años anteriores, la oficina estaba repleta, el sistema caído y un solo gil atendía. Promedio dos horas de espera. Por fin Me pasaban el papelito, por interés tenía 200 pesos de deuda, algún día que pagué atrasado. “Tiene que ir a cuentas impagas a que le den el vale para pagar en la caja”. Llegaba a cuentas impagas y la secretaria no estaba, andaba en colación. Si fue día viernes la oficina no atiende en la tarde. O sea había que seguir el lunes .El lunes en cuentas impagas debía esperar una hora para que me entregaran un vale para pagar en caja los 300 pesos. Finalmente lo tenía, iba a caja. La caja era una ventana de madera que siempre estaba cerrada, uno debía golpear para que saliera el cajero, el horario de atención lunes de 13:00 a 17:00 miércoles y viernes de 8 a 12:00 . Imposible coincidir el mismo día del trámite con el horario infernal del cajero, ósea otro día más perdido. Cuando finalmente encontraba al cajero en su ratonera y podía pagarle los míseros 300, podías volver a la oficina de finanzas pasar las dos horas esperando en medio del tumulto para que te dieran el bendito pase de que no debes nada y comenzar el trámite de inscripción de ramos que eran al menos 7 días más, horrible.

El año que terminé la carrera habían implementado una mejora sustancial, alguna autoridad iluminada, quizás producto de una manda en deuda, decidió apiadarse de nosotros. Se decidió que para el proceso de matrícula todos los trámites debían hacerse en el gimnasio y con todos los funcionarios de los mil departamentos adentro. Además con un solo documento que era una hoja oficio con 10 puntos que cada mesón de atención en el gimnasio debía estampar su timbre para pasar de un trámite a otro. Con cierta ironía de su autor aquel documento fue denominado “Hoja de Ruta”. Llenar la sacrosanta hoja de ruta en vez de los diez días anteriores ahora tomaba 3. La razón : sólo un funcionario atendía cada mesa, se paraba cuando quería, se les caía el sistema, las filas eran peregrinas, las colaciones del funcionario eternas. Pero bueno era una mejora, y en la UPLA esa palabra era un bien escaso.


Estampillas

Todo trámite académico en la UPLA se pagaba con la moneda de nuestra República Playanchina las estampillas, generadas por la casa de moneda, y como toda estampilla su destino era ser pegada previo langueteo en algún papel. Homologación de asignaturas, certificados de haber aprobado tal o cual ramo, permisos especiales, y otro millón de documentos varios eran dignos de llevar estampilla.

Si un trámite costaba 5000 pesos significaba 5 estampillas de mil, si costaba 2500 dos de mil y una de 500, etc Había algunos papeles que incluían algunos cientos, para lo cual también existían estampillas de 100. Pues bien, y que ocurría si se acababan las estampillas de 5000, o las de 1000 o las de 500? Sobre todo tomando en cuenta que el estampillismo era una institución masiva en nuestra casa de estudios, a Continuación la respuesta:

El profesor Tito era el jefe del departamento de docencia, o sea además de ser académico era un gerente administrativo del más alto rango que manejaba todo trámite universitario que requería estampilla, o sea era algo así como el “Rey Estampilla”, me atrevería a aventurar que del departamento del profesor Tito jamás salía ni un papel, ni siquiera confort sin estampilla. A Tito lo custodiaban en el hall de acceso a su oficina, dos secretarias, que eran catalogadas como las dos más ricas de toda la universidad. Inútiles, desagradables, flojas, pero ricas. Tenían como norma que cada vez que entraba un alumno a hacer un trámite le decían que esperara afuerita. Jamás en ese universo chato, y descerebrado se pensaba que el alumno era lo más importante de la universidad, y que no costaba nada poner unas sillitas en ese amplio hall para que estos esperaran el bendito timbre o por último aguardar parados mientras las chicas se seguían pintando las uñas o jugaban al solitario en los únicos computadores de última generación que había en todo el edificio.

Un mal día tuve que homologar un ramo, el trámite valía 5000 pesos, en el mesón de docencia me indicaron que debía ir a caja a pedir las estampillas, obviamente la caja estaba cerrada, así que tuve que acudir al otro día. Al día siguiente el cajero me dijo que se habían acabado las estampillas de 5000 y las de 2000, solo le quedaban 2 de 500 y 40 de 100. Acepté la oferta sin adivinar mi seco destino. Tomé las estampillas y las acumulé en un papelito doblado, eran muchísimas. Con ellas ilusamente me fui a la Oficina del Profesor Tito a entregarles a sus secretarias el documento en cuestión y mi engendro tipo cucurucho lleno de dinero UPLA. Los maniquíes con escritorio, como era su usanza, me miraron con cara de “que hace este huevón acá dentro”, a pesar que era su trabajo recibir las numerosas solicitudes escritas de los alumnos siempre te trataban “como el forro”.


- “Buenos días vengo a entregar este documento por homologación de ramo”.

- “Trajo las estampillas”. Al ver que extendía mi mano con mi ruma, me miró con mayor desprecio. “Son estampillas..... las tiene que pegar en el documento”

- “Pero como las voy a pegar si son 45 estampillas?” repliqué

- “Para eso son las estampillas para pegarlas” respondió la tontilla.

Para que me iba a molestar en explicarle a ese cerebrito de ratón que ese no era el problema.

- “Ok las traeré pegadas en el documento”.

- “Bueno que sea afuerita”.

Humillado con mi cucurucho me fui fuera de la oficina de don Tito, me senté en un largo banco, estiré el documento y comencé mi labor. Partí con las de 500, languetaso y las pegaba. Pero cuando iba como en la 15 de las de 100 mi boca ya estaba seca y con gusto a caucho. Así que decidí comprarme un Coca Cola para humectar mis glándulas salivales y poder seguir el trabajo. Pequeño error, si ya el documento estaba compuesto por unas pocas letras que a penas se leían con tanta estampilla, y varios CC de mi saliva matinal, la ingesta de la bebida vino a añadir altas dosis de glucosa. Así Estampilla a estampilla iba aumentando el peso y lo pegajoso de la hoja. Cuando al fin terminé creo haber batido el record Guinnes del documento más asqueroso y pegoteado creado por el hombre, un verdadero papiro de engrudo, la tinta a esa altura estaba corrida de tanta secreción y definitivamente su grosor impedía meterla en el sobre. A duras penas y tras larga discusión con amenaza de acusación las tontorronas lo recibieron con asco, agarrándolo de un extremo, y dejándolo encima de un escritorio sobrante.



Biblioteca

Normalmente asociada en la historia universal a la lectura, el conocimiento, el silencio y la sabiduría, la biblioteca de la UPLA tenía predestinados otros “Objetivos”.

Partamos por su razón de ser, los libros. Del fichero completo me atrevería a decir que quedaban el 40% de ellos. El resto se lo “Pelaron” los alumnos, o lo mismo, pero en jerga académica, los tenían “reservados” los profesores durante meses y hasta años.

Me resultaba chocante que la Universidad tuviese incluso que esconder los volúmenes de consulta que estaban a disposición de todos porque se habían robado varios ejemplares de hermosas enciclopedias ilustradas.

Lo más impactante es que esta depredación de celulosa alcanzaba cuestiones insólitas. Para que cresta?, no lo sé, pero faltaban varios ficheros de madera completos que algún estudiante se llevó a casa imbuido por un retorcido espíritu de “recogimiento”, dejando el mueble de las fichas llenos de prominentes orificios .

La papeleta de los libros se entregaba en un mesón largo y robusto, en el que los funcionarios busca libros lo recibían con mala cara. Luego si querías leer, pasabas por un pasillo al mal nombrado salón de lectura.

Como vivíamos en hacinamiento pedir un libro podía tardar un par de horas, el mesón siempre estaba repleto y pujante, con paciencia y empujones podíamos llegar a la primera línea para entregar nuestra papeleta..

Un día al llegar a la biblioteca nos sorprendimos con dos cambio insólitos en su infraestructura. En el pasillo que conducía al salón de lectura habían instalado una puerta batiente con movilidad de 180 grados que tapaba toda visión hacia el frente. Y a su vez el mesón de la biblioteca lo adornaron con una inmensa estructura de vidrio y fierro hermética de unos dos metros con una pequeña ventanilla de consulta a ras del mesón. Cual era la utilidad de aquellos aportes?, sin duda ninguno. A quién se le ocurrió ponerlas? Moya.

A los segundos de instalada la puerta batiente con sus resortosas bisagras, comenzaron por obviedad los trompazos, como nadie veía quien venía por el otro lado, el lugar siempre era el más hacinado de la universidad y los alumnos no se caracterizaban por su amabilidad, quién entraba por un lado empujaba imprudentemente la puerta y le daba el portazo al que estaba al otro. Al cabo de unos días un alto porcentaje de los alumnos lucían un voluminoso parche en la nariz y hasta un charco marrón se fue acumulando a ambos costados de la entrada. Ante está masacre los reclamos se convirtieron en un clamor y la ingeniosa autoridad debió reaccionar. La solución lógica era proscribir de una vez la bendita puerta, que no servía para separar ambientes, ni como decoración, ni aislaba el ruido. Pero no fue así, la UPLA siempre nos podía sorprender, lo “resolvieron” instalando una pequeña ventana de vidrio en la parte superior, bien superior, con el dudoso objetivo que los usuarios altos se empinaran a mirar si alguien pasaba por el otro lado y los de tamaño normal se siguieran machacando la nariz, o sea más de lo mismo y así quedó.

Respecto al armazón de cerrajería seguramente salió tan caro que no se le podían hacer cambio alguno. Si alguien miraba en sentido opuesto al mesón podía contemplar toda la irracionalidad de su génesis, los alumnos en primera fila del mesón se veían aprisionado en el vidrio, con las narices achatadas, tratando de hacerle gestos a los funcionarios de bibliotecas que no les escuchaban nada, porque a diferencia de la puerta batiente esto si que aislaba el ruido. Si antes los privilegiados eran los de la primera fila, ya el concepto resultaba dudoso, el que quedaba en mejor posición era quién quedaba frente de la pequeña ventanilla, este debía hacer una contorción tipo “circo chino” para entregar el papel y para que su voz traspasase la celda, luego debía esperar lleno de dudas que tanto sufrimiento pudiese ser recompensado con la existencia material del libro.


El medidor de decibeles

El salón de lectura no era de lectura precisamente, leer allí no era agradable, ello debido a lo congelado o infernal que resultaba su estructura llena de ventanales dependiendo la estación climática, pero por sobre todo, por el hecho de que estaba poblado de alumnos de la UPLA, estos por cierto no entendían el principio básico que una biblioteca requería silencio.

No miento al expresar que la biblioteca de la UPLA era uno de los lugares más ruidosos en que he estado en mi vida. Eran pocos los que iban a estudiar allí, de hecho el cementerio numero 1 de Playa Ancha albergaba más universitarios concienzudos que la biblioteca. El lugar era ocupado preferentemente para usos sociales y deportivos. El recinto se repletaba, todos conversaban y se reían a gran volumen. Incluso a veces algunos descerebrados estudiantes de educación física entrenaban Basketball corriendo pelota en mano entre medio de los módulo.

En este estado de cosas un mal día la directiva del centro de alumnos de castellano decidió tomar el toro por las astas. Entraron a la biblioteca acompañados por una veintena de estudiantes con pancartas, tocando unas cornetas de plástico para llamar la atención de la concurrencia, se pararon frente a todos, hicieron callar a la mayoría irrespetuosa, pero también perturbaron a los pocos que de verdad estudiaban. El presidente de los manifestantes en tono decidido comenzó:

“Estamos cansados de este ruido, esta biblioteca es para estudiar y no para los fines que le han dado ustedes. Es por eso que desde hoy hemos instalado un aparato tecnológico de ultima generación que es un medidor de decibeles asociado a una “Chicharra Sonora” con la que intentaremos controlar el nivel de ruido del lugar. Cuando el ruido se haga insoportable para el estudio y la concentración el reloj del aparato marcará este punto crítico y la chicharra se activará y sonará”. Todos nos reímos de la medida.

Al poco rato nuevamente el ruido se hizo intenso, el medidor de decibeles se activó y la chicharra sonora rugió con fuerza, una alarma fortísima como de bomberos retumbó en toda la universidad. Las clases debían ser suspendidas en esos dos minutos que duraba el retumbe. Desde la época del “Cronopios PUB” suerte de kiosco con guitarrista desafinado que instaló en medio de la universidad y sin criterio alguna vez la Federación de Estudiantes, que las clases no se suspendían por un ruido tan desagradable.

Lamentablemente el medidor de decibeles era muy eficiente y se activaba a cada rato, porque a pesar de él la fiesta nunca se fue de la biblioteca... los que si debieron partir eran los pocos que estudiaban de verdad que no aguantaron naturalmente un barullo como ese, ni siquiera los que escuchaban “personal” se salvaron.

De esta forma la chicharra sólo duró un par de semanas, los estudiosos seguramente engrosaron la legión del cementerio, y nuevamente y con más brío los de educación física pudieron con más espacio seguir entrenando en la biblioteca.

Triste fue mi revelación cuando un funcionario de la biblioteca me permitió ir por mi cuenta a buscar un libro que requería. En medio de los pasillos y estantes de voluminosos ejemplares bibliográficos contemple el momento exacto en que los decibeles se hacían inaceptables para la máquina medidora, pero en vez de ser un aparato tecnológico con sus relojes digitales y corneta de metal, no era más que una señora rechoncha que salía de su oficina del segundo piso y activaba la alarma apretando un timbre.